Antropología de la muerte

 

Pequeña reseña histórica y aspectos socioculturales

 

Me parece interesante e importante conocer cómo ha ido variando la forma de entender y afrontar la muerte a lo largo de la historia hasta nuestros días, para comprender el comportamiento del hombre, de la sociedad actual, ante enfermedades como el cáncer y ante los enfermos terminales.

La importancia de la muerte es evidente a lo largo de la historia, pues podemos ver cómo ha propiciado los más diversos sistemas de creencias y prácticas mágico-religiosas, en un intento de la humanidad  de entender y manejar esta realidad inevitable de nuestra naturaleza humana.

Desde los albores de la humanidad, el hombre ha mantenido presente este fenómeno que ha impregnado y dirigido las vidas de todas las culturas. Lo podemos ver tanto en el arte rupestre, como en documentación sobre entierros, sarcófagos, sepulturas encontradas, ritos funerarios que nos hablan de un culto a los muertos, de un tratamiento especial dado al cadáver de los compañeros fallecidos. La actitud del hombre de esta época debió ser una mezcla de miedo, de respeto, de veneración y de cuidado por su bienestar. Tales cuidados suponen también una idea de la prolongación de la existencia después de la muerte corporal.

Muchos arqueólogos han señalado que, de no ser por la complejidad cultural de las prácticas de enterramiento, en este momento poco se conocería de la vida de las culturas desaparecidas. En este mismo sentido, dice Camus al comenzar el relato de La Peste: “...el modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere”.

 

En las sociedades primitivas se consideraba a la enfermedad y la muerte como consecuencia de un hechizo nocivo, la infracción de un tabú, la penetra­ción mágica de un objeto en el cuerpo, la posesión por espíri­tus malignos y la pérdida del alma. Consecuentemente, el hombre primitivo podía adoptar dos actitudes diferentes: en el caso de las enfermedades leves o inmediata­mente comprensibles ‑como una herida de flecha‑, al enfermo se le trataba según la índole de su dolencia. Cuando la enfermedad era grave y de causa no compren­sible ‑neumo­nía, viruela, fiebre tifoidea, etc.‑, entonces el enfermo (consi­derado impuro, castigado por los dioses, poseído por un espíritu malig­no, etc.) era visto con el espan­to que produce lo desconocido; de ahí que en ocasiones se le abandone en cualquier lugar del bosque, se le mate o, lo que era más frecuen­te, se le someta a un rito mágico cuya estructura dependería del modo de entender su condi­ción.

 

En los Siglos II y III,  con la  progresiva influencia del cristianismo, muerte se consideraba como resultado de la intención de Dios. En el lecho de muerte aparecen las figuras de un ángel y un demonio luchando por el alma de la persona moribunda.  Era imposible recibir cualquier tipo de alivio compasi­vo, aunque el sufrimiento fuera muy intenso: era la voluntad de dios, y el hombre se lo debía todo a dios. San Agustín (354‑430 d.c.), el último gran filósofo clásico y el primer gran filósofo cristiano, afirma­ba que dios otorgaba la vida y los sufrimientos, y que por lo tanto se tenían que soportar.

La importancia de este concepto fué de enorme tras­cenden­cia  ya que las actitudes de San Agustín domina­ron la filosofía medieval hasta aproxi­madamente el año 1300; la filosofía fue ejercitada en el marco de la fe cris­tiana: San Agustín solo quería conocer a dios y al alma, y se servía de la fe para justificar toda creencia.

 

A partir del siglo IV y durante mil años, las iglesias y los cementerios eran plataformas de baile, la muchedumbre se reunía y bailaba en los cementerios, muchas veces desnudos, y blandiendo sables. La muerte era una ocasión para la renovación de la vida. A finales del siglo XIV, cambió el sentido de estas danzas; de un encuentro entre los vivos y los muertos pasó a ser una  experiencia más meditativa, introspectiva.

Durante el siglo XV se dieron las condiciones para que cambiara esta imagen y apareciera la que más tarde se llamaría “la muerte natural”, pasando a convertirse en parte inevitable de la vida humana, la muerte se vuelve autónoma y durante tres siglos coexiste como agente distinto junto con el alma inmortal, con la divina providencia, con los ángeles y con los demonios.

 

En la Edad Media, el hombre procura liberarse de su temor a la muerte, que es a la vez temor al juicio final y temor al infierno. Aparecen las representaciones de La Danza Macabra o Danza de los Muertos, desde el siglo XIV hasta el XVI, el tema más popular de la poesía, del teatro, de la pintura y de las artes gráficas.

Constituyó un género característico llegando a ser un fenómeno cultural en toda Europa en la última etapa de la Edad Media. Por Danza de la Muerte se entiende una sucesión de imágenes y textos presididas por la Muerte como personaje central —generalmente representada por un esqueleto, o un cadáver en descomposición— y que, en actitud de danzar, dialoga y arrastra uno por uno a una serie de personajes representativos de las diferentes clases sociales. Simbolizan la finitud de la vida, y van cargadas de un mensaje moral, y denuncia social. Todas las investigaciones coinciden en que la Peste Negra y la crisis del siglo XIV cumplieron un papel fundamental para el desarrollo y difusión del género. En 1348 esta epidemia devastó la población europea. Durante tres años todo el territorio europeo fue víctima de la enfermedad que se denomino Peste Negra debido a las manchas oscuras que aparecían en los cuerpos de las víctimas. Entonces, el hombre se encontró cara a cara con la Muerte, descubriendo su efecto devastador e inevitable, y la marca espiritual y física que deja. Ya no la veía como una muerte que afectaba al individuo sino como una muerte que afectaba a toda la sociedad por igual. El morir se convirtió en un hecho cotidiano y habitual.

El hombre tomó conciencia sobre la muerte y a la vez sobre la vida; Y, basándose en la doctrina cristiana, reflexiona que el buen morir deriva del buen vivir.

Con la constante presencia de la muerte y la sensación de la fugacidad de la vida,  muchos tomaron una actitud desenfrenada donde la comida, y el placer  eran la forma más preciada de gozar la vida: diversiones, fiestas, sexo, en definitiva, el disfrute absoluto de los placeres materiales. Era una época de gran injusticia y desigualdad social, y esto también repercute en el arte con una fuerte dosis de descontento social. Las Danzas de la Muerte son una crítica a los hombres, a lo político y a lo social, y una representación del poder igualador de la muerte. Por más desigualdad que haya en la tierra, tanto el rico como el pobre, el Papa, el Emperador y el campesino serán atrapados por la muerte y serán juzgados por igual el día del Juicio Final. 

La meditación sobre la caducidad de lo terrenal llegó a ser asunto de primordial importancia y en el teatro religioso, que era el teatro del pueblo, éste pide que se le hable de la muerte, de la omnipotencia de la muerte y de la salvación del alma de las garras de los demonios; así, en el siglo XV en cualquier población se presentaban innumerables piezas en torno a la muerte y se aprovechaban las fiestas religiosas para ofrecer funciones teatrales. Una vez transformada la muerte en esa forma  natural, la gente quiso dominarla aprendiendo el arte de morir y surge el Ars moriendi o Ars bene moriendi, el arte de bien morir.

Era un libro de cómo hacer, un método que habría de aprenderse mientras se estaba en plena salud para utilizarlo cuando se estuviera en en el momento de la muerte. Son dos textos interrelacionados escritos en latín que contienen consejos sobre los protocolos y procedimientos para una buena muerte y sobre cómo "morir bien", de acuerdo con los preceptos cristianos de finales de la edad media. Originalmente había una versión larga, y posteriormente una versión corta. La necesidad de prepararse para la propia muerte era bien conocida en la literatura medieval, pero antes del Siglo XV no había tradición literaria sobre cómo prepararse para morir, sobre lo que significaba morir de buena manera o cómo hacerlo. Los protocolos, y rituales del momento de la muerte los realizaban los sacerdotes. El Ars moriendi era una respuesta innovadora a los  extragos causados por la peste negra, ya que el clero también había sido azotado, tanto en cantidad como en calidad; el texto y las imágenes proporcionaron los servicios de un «sacerdote virtual» al público común, una idea que 60 años antes se abría considerado una intrusión en los poderes de la Iglesia.

 

 En la segunda mitad de la Edad Media y del Renacimiento La economía y la población empezaron a recuperarse. Fue un período enorme­mente creativo con nota­bles cambios en la forma de morir, la actitud ante la muerte y la asis­tencia al mori­bundo. Muchas obras griegas, en especial las de Aristóteles, fueron recupera­das, y se reanudó el pensamiento filosó­fico durante el renaci­miento del siglo XII. Es el período donde se construyen las admirables iglesias románicas y góticas y donde comienzan a germinar formas políticas moder­nas, sobre todo en Inglate­rra, así como el concep­to de amor román­tico y el interés por el individuo. El hombre de la edad media deseaba participar de su propia muerte porque veía en ella un momento excepcional en que su individualidad recibía su forma definitiva. Su muerte le pertenecía sólo a él y no era amo de su vida sino en la medida en que era el amo de su muerte. 

 

Las Cofradías Durante la clericalización de la muerte, aproxima­damente a partir del siglo XIV, se forman asociaciones de laicos ‑cofradías‑ a fin de ayudar a los sacer­dotes y a los monjes en el servicio de los muertos; Las cofradías estaban consagradas a las obras de miseri­cordia, de ahí el nombre de "caridades" que llevan en el norte y en el oeste de Francia (Ariès, 1987). Enterrar a los muertos se sitúa al mismo nivel de caridad que alimentar a los hambrientos, hospe­dar a los peregrinos, vestir a los desnudos, visitar a los enfermos en los hospicios y a los prisione­ros. No obstan­te, entre todas las obras de misericordia, el servi­cio de los muertos se convirtió en la meta principal de las cofra­días. Así, los cofrades se convierten en los primeros especia­listas de la muerte.

La Palabra "Hospice" se remonta al Hospitium medieval, es decir, albergue o refugio, generalmente para peregrinos, regentado por monjes. La denominación francesa medieval Hospice ha perdurado en Francia hasta los tiempos actuales.

 

Renacimiento: 14­53­-1600

"Despierte el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo viene la muerte tan callando;

 cuán presto se va el placer, cómo después de acordado da dolor, cómo a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor".  ( Jorge Manrique )

Entre los siglos XV y XVI comienza en Europa un nuevo modo de entender la vida. Uno de los aspectos más trascendentales del renacimiento es el abandono del aprendizaje y la erudición bajo el dominio de la iglesia, para convertirse nuevamente en patrimonio de la sociedad laica, más interesada por la naturaleza y necesidades de la humani­dad que por dios y su corte celestial. Fue la época en que se reanudó la investigación médica y la disección de cadáve­res. Para el pensador renacentis­ta, el mundo era un lugar relativamente misterioso, organi­zado según una gran jerarquía, que iba de dios al mundo material, pasando por el hombre, en donde cada acontecimiento poseía un significado especial: el mundo era profundamente espiritual. Solo fue hasta el siglo XVII cuando esta concepción se vio atacada y susti­tuida por otra: la cientí­fica, matemática y mecanicista.

El humanista del siglo XV reemplaza las artes macabras por una presencia interior de la muerte: se sentía siempre en trance de morir. No es por tanto en el momento de la muerte, ni en la cercanía de la misma, cuando hay que pensar en ella. Es duran­te toda la vida

     "Para morir bienaventurado, a vivir hay que aprender. Para vivir bienaventurado, a morir hay que aprender".

El arte de morir es sustituido por un arte de vivir; una vida dominada por el pensamiento de la muerte, y una muerte que no es el horror físico o moral de la agonía, sino la antivida, el vacío de la vida, incita a la razón a no apegar­se a ella [la vida terrestre era el medio para preparar la vida eterna]. Consecuente­mente, los hombres de los siglos XIV y XV  mantenían en su casa, en su habitación y en sus estu­dios, objetos y cuadros que sugerían imáge­nes de la muerte, que les recordaban la incertidumbre de la vida. Así, la muerte se convierte en un objeto de meditación coti­diana. Lo importante ya no es preparar a los moribundos para la muerte sino enseñar a los vivos a meditar sobre la muerte, y la técnica para ello eran los ejercicios espirituales, a través de la educación del pensa­miento y la imagina­ción.

 

El siglo XIX, fue un siglo conflictivo y sus conflictos han sido nuestros conflictos a lo largo de la mayor parte de este siglo. En el seno de la revolución industrial, se produjo un progreso material sin precedentes y una tremenda pobreza urbana; durante este siglo, la muerte y el moribundo son alejados de la realidad cotidia­na; la muerte se invierte y comienza la mentira. La ciencia se convierte en el gran recurso para librar a la humanidad de la enferme­dad, el hambre y la priva­ción. La ciencia se convirtió en una nueva religión: la actitud psicosocial ante la enfermedad, se halla matizada por la creciente y expec­tante confianza general en las posibilidades diagnósticas y tera­péuticas del médico; la sociedad espera de éste la curación de las enfer­me­dades y su prevención, el médico cura mucho más y con una seguridad mucho mayor, amplía sus posibilidades preventivas y añade a su condición de educador de la humanidad la de "redentor" de las calamida­des, hambre, dolor e injusticia; se fomenta, pues, en la medici­na, la omnipotencia del médico. Con todo, ya a princi­pios del siglo XIX, la muerte del enfermo se viven­cia como el fracaso de la "Ars Médica". 

El Romanticismo  constituyó una rebelión general contra esta concep­ción. Mientras los escrito­res de la ilus­tración valoraban las "pasiones" modera­das y morales, los román­ticos idolatraban todas las emociones intensas, aunque fuesen violentas o destructivas. El espíritu romántico deseaba para el univer­so algo más que átomos y vacío, y pretendía reafirmar, a su modo, la creencia raciona­lista en algo que tras­cien­de la apariencia material. Los románticos rechazaron la idea de que una persona o el universo mismo fuesen una máquina, la natura­leza no era materia muerta ‑meros átomos‑, sino algo orgáni­co, en constante desarrollo y que se perfecciona a sí misma con el tiempo. Para los románti­cos no era la física sino la biología la que debería de sumi­nistrar el modelo de reflexión sobre las cosas. El Romanticismo tuvo una visión dramática de la muerte, aparecieron el dolor y la desesperación frente a la muerte del otro y, por tanto, los sentimientos de la familia pasaron a ser muy importantes.  Estamos en la época de las "Bellas Muertes", la muerte es exaltada, se la considera terrible pero hermosa y deja de estar asociada al mal. La creencia de un infierno y de la relación entre muerte y pecado ya había comenzado a cuestionarse en el siglo XVIII y declina a principios del XIX; los católicos comienzan a entender la idea del purgatorio como paso a una purificación, al cabo de la cual, la vida en el más allá deviene en gloria eterna: el otro mundo es el lugar de reunión de aquellos que habían sido separados por la muerte.

 

La muerte familiar

Desde hace cuatro o cinco décadas, la manera de morir ha ido cambiando radicalmente. Hace años el hombre moría en su casa, rodeado de su familia, incluidos los niños, los amigos y los vecinos. Era el momento de la despedida, los repartos de herencias, de los últimos consejos a los hijos; la última oportunidad para expresar el amor, el perdón, el agradecimiento. Los niños tenían contacto continuo y repetido con la muerte; cuando les tocaba a ellos, desde luego no les tomaba tan de sorpresa y desprovistos de recursos como sucede hoy.

El enfermo era el primero en saber que iba a morir y la “buena muerte” consistía en que si la persona no advertía la llegada de sus últimos momentos, esperaba que los demás se lo advirtieran para poder preparar todos sus asuntos. Por el contrario, la “muerte maldita” era la muerte súbita. Prepararse para morir constituía un acto fundamental en la vida de un hombre de aquellos tiempos; durante toda su vida se le había inculcado que su esencia misma de ser viviente, su dignidad, dependían de la grandeza con que llevara a cabo la ceremonia de la despedida. Morir se convertía en un último acto social, una “ceremonia ritual” en que el moribundo era y quería ser protagonista de su propia muerte y nada más triste que morir súbitamente.

 

Hoy en día, ha cambiado la forma de morir, y aquella muerte familiar, con sus ritos, es hoy casi impensable. En nuestra sociedad, el desarrollo tecnológico y el desarrollo de la producción promueven el consumo, los medios de comunicación nos bombardean continuamente con un prototipo de imagen a imitar: gente joven y guapa, donde el objetivo es la acumulación de bienes, fama y poder. Se admira el poder y se busca el triunfo; con esto, se inculca la competitividad que se tiene como un valor deseable en todas las actividades de la vida diaria y se nos fomenta desde el colegio, en la familia, en el trabajo y hasta en las actividades lúdicas. Es también la sociedad de la comodidad, de la eficacia, de la eficiencia, de la rapidez; En una sociedad así no hay tiempo, ni tan siquiera ganas de pensar en la muerte.

 La muerte se rechaza porque es el fin de la juventud, de la belleza, del consumismo. Este rechazo nos lleva a negarla y de aquella muerte familiar se ha pasado a una muerte escondida, ocultada. Al enfermo casi siempre se le oculta la gravedad de su enfermedad. Esto se debe a un paternalismo, a un amor mal entendido, por el cual, la familia toma la responsabilidad del destino de su enfermo. Con esto se pretende “proteger” al que va a morir al precio de impedirle la comunicación abierta en sus últimos momentos.

En consecuencia, se esconde la muerte y el dolor inherente a ella; si se fallece en el hospital, se procura que los demás enfermos no se enteren, se desliza el cadáver  por los pasillos, oculto en una camilla, a escondidas.

El hombre moderno desea que la muerte ocurra en plena inconsciencia (fácil). La que en la actualidad denominamos la buena muerte, corresponde a la muerte maldita de otros tiempos, la muerte inesperada. Estos miedos y rechazos han llevado a la medicalización de la muerte, cuántas veces no escuchamos, nosotros los médicos, la petición: “por favor, doctor, dele usted un calmante, que no se entere de nada”. En fin, que la muerte no debe crear problemas.

Ante este panorama ¿existe alguna esperanza?, yo pienso que sí. Cada vez es mayor el número de personas que advierte que tenemos un enfoque equivocado de la muerte y muchos han llegado a esta conclusión al verse enfrentados a su propia muerte o a la de un ser querido. También a través de la historia de la humanidad tenemos ejemplos de culturas y personas que han mirado a la muerte directamente, la han acogido y han muerto en paz; necesitamos reconocer la sabiduría de esta tradición y aprovechar su valioso legado.                                

 

      Mientras pensaba que aprendía a vivir

          estaba aprendiendo a morir”  

                ( Leonardo Da Vinci )